ALTO EL FUEGO
Lo mejor de haberme levantado a las 5 es la sensación de que aún no es mañana y el recuerdo de sus besos sigue vivo en mis mejillas.
Un café con leche muy caliente y un cruasán de chocolate, por favor. Dos cacatúas setentonas pasan revista a toda la fauna de la cola de embarque mientras al otro lado del cristal, Madrid amanece.
Ahora que en los bares los hombres me miran y hasta torpemente se me acercan, pienso en aquellos días en que llorando te pedía que salieras de mi cabeza. Había olvidado lo feliz que soy cuando hago cosas por mí, y que fui yo quien se resistió a dejarte marchar, por miedo a habitar un recuerdo en el que tú ya no estabas.
No me da miedo viajar sola. Son las personas a mi alrededor las que me vuelven insegura. Arrastro somnolienta mi nueva maleta por los largos y luminosos pasillos de este centro comercial al que algunos llaman “aeropuerto”, sabiendo que, aunque la culpa se resista a firmar el armisticio, el fin de la guerra está cada vez más cerca.
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