SOBRE EL DEPORTE REY Y REYES DESTRONADOS

Nunca pensé que él supiera demasiado, sin embargo, en el fútbol, como en tantas otras cosas, siempre me trató con condescendencia.
Roberto apareció vestido con camiseta de algodón, deportivas y un pantalón corto. Era verano, agosto en Madrid, y él, mi primer novio. Yo sólo quería que me viera guapa siempre para que no me dejara. Sintetizando: vestidito corto de tirantes y sandalias planas.

Fuimos a hinchar el balón a una gasolinera. Él no tenía bomba de aire ni tampoco idea de cómo íbamos a hacer para inflarlo. Sí, la idea de la gasolinera fue mía. Sí, también fui yo quien manejó la máquina, aunque, de todas maneras, yo era la que resolvía siempre todo. Sí, también lo suyo: su tickets de Metro, sus salidas de noche o sus apuntes de clase.

Había llegado el momento en que por fin, comprobaría, pies en polvorosa, esa supuesta superioridad que le otorgaba el ser macho. Llegamos al campito. Primero unos pases, luego unos desmarques, regates, hasta que finalmente declaró una declaración unilateral de independencia por “estar cansado” justo después de que yo le hiciera el último caño.


El fútbol es uno de esos espacios en los que los hombres se sienten especialmente reforzados, no en vano, todos tienen la obligación de ser Luis Aragonés y Cristiano Ronaldo, por eso, una vez ha pasado la sorpresa y la aparente admiración por ser tú capaz de retarles, todos salen corriendo o corren un tupido velo entre tú y el deporte rey. ¡Sólo bastaba, que una mujer le diera lecciones de fútbol!

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