FINALES

A veces vivimos historias cuyo final intuimos, y ni con esas somos lo suficientemente valientes para decir adiós.

A todos nos fastidia sobremanera que nos cuenten el final. El final de un libro o una película, por ejemplo. Por eso cuando escuchamos el título en cuestión, tratamos de hacer oídos sordos y damos la voz de alarma: "eh, cuidado, que yo no lo he leído/visto ¡y me gustaría hacerlo!"
La mayoría de las veces, sin embargo, esto resultará cuanto menos ineficaz. El larguirucho de gafas y cara de intelectual se acercará al corrillo y tras un "anda, ¿habláis de este libro?, ¡qué bueno!", comentará el tan logrado final y cómo afortunadamente la chica se salva de pagar la hipoteca. O puede que una tarde de viernes, ese día en que sales antes de trabajar, ya medio adormilada ante la televisión, escuches a los tertulianos, creyentes fervientes de su capacidad censuradora de detalles, desgranar poco a poco el argumento de esa película, desvelando momentos que tú hubieras querido descubrir por tu cuenta. Vamos, que en un caso u otro, el libro o la película que salga a colación, acabará por convertirse para ti en un libro o película muertos. De esos que desgraciadamente, hay que rechazar antes si quiera de que te los ofrezcan. 

En la vida real y en las relaciones personales ocurre un tanto de lo mismo. Hay veces que vivimos historias cuyo final intuimos constantemente, pero que, ni aún así, somos lo suficientemente valientes para mandar a la mierda nuestro maldito papel en la obra y buscar un nuevo título en el estante. 

Al final, lo peor, acaba siendo, no que te hayan destapado el desenlace antes de tiempo, si no que tú mismo/a sientas que estás viviendo una y otra vez la misma escena.

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