AEROPUERTOS

Me veo golpeada por el alma de esa mujer que se asoma en su mirada, la única parte del cuerpo que enseña, testigo del mundo y a la vez, condenado. 

Viajamos prisioneros en una urna de cristal. Una urna de cristal opaca que a ratos nos permite intuir una mota de polvo en la extensa madera y otras oscurece nuestro camino removiendo señales y arenas para que no podamos conocer. 
Me siento prisionera porque quiero comprehender pero no puedo dar por buenas las luces que refleja esta impoluta caverna. Me veo golpeada por el alma de esa mujer que se asoma en su mirada, sus ojos, la única parte del cuerpo que enseña, testigo del mundo y a la vez acusado y condenado en el devenir de los días. 
Tras cuatro horas de vuelo aguardo la salida de la conexión que pondrá fin a este viaje. Quiero dejar atrás escaleras mecánicas, burocracias internacionales y controles de pasajeros, todo aquello que pueda recordarme a de dónde vengo o quién soy.

Así es, me encuentro en esa urna que algunos llaman aeropuerto, que me ha encerrado en el Cairo permitiéndome sobrevolar la historia pero no formar parte de ella.

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